Entro, salgo, toda una proeza sin que nadie me vea. Me muevo sigilosa, pero al final me arrastra una turba de gente, con sus cabezas pensantes, sus opiniones y, al fondo de todo, sus emociones, detrás del ego, detrás del pensamiento.
De nuevo vuelvo a estar dentro, encerrada entre tantas cabezas, trato de sentarme para no caminar tan deprisa como ellos/as, para respirar un poco y decidir qué hago. Ya casi no nos podemos mover. Se respiran las ideas y se huelen los miedos, a veces siento que también se contagian, devueltos en forma de ironía, de resentimiento, de envidia.
La puerta se abre una y otra vez para que entren más opiniones, creencias, desafíos y yo cada vez en un hilo estrecho de pensamiento que no me deja moverme. Entonces llega el bloqueo y sentada dejo pasar toda esa gente, todas esas cabezas, que tanto saben, que tanto sienten y la mía sigue dormida, perdida en el ojo de buey, desde el que se huele a mar, aunque sigo rodeada de tierra, necesito sentir el mar, el olor a sal, la libertad del espacio, de ideas.
Todos hablan al mismo tiempo, además saben más que yo, de eso estoy segura, porque se mueven decididos/as de un lado a otro a pesar de la falta de movilidad. ¿Dónde habrán aprendido a ser tan livianos/as? ¿Por qué yo me siento tan pesada en tan poco espacio?
Hace rato dejé de escucharlos, ya sólo oigo sus pisadas de un lado a otro y de nuevo el ojo de buey con su olor a mar y yo sin saber qué hacer, con el cuerpo pesado, sin apenas aire.
Cierro los ojos, respiro profundo varias veces, el aire espeso se diluye. Mi cabeza se siente más liviana, sigo respirando y toda yo empiezo a oler a sal, sal azul.
Ya sólo oigo el silencio sordo que hay dentro de mí, un silencio que se entremezcla con la respiración, con la sal. Mi cabeza y mi cuerpo se hacen viento, ya sólo soy aire entrando y saliendo, ya sólo soy nada, la nada de yo misma, la nada que todo lo invade.
Me escapo despacio por el ojo de buey y me fundo con la sal azul.