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Miedo a estar sola II: “No puedo vivir sin ti, No hay manera”

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Miro el sofá de enfrente, vacío, con la manta doblada en un costado, los cojines colocados uno a cada lado. YA NO ESTÁ.

Tantas veces odiando ese espacio ocupado, con los cojines fuera de su lugar y la manta tirada en el suelo, pero ahora se ha ido.

Tantas veces odiando la eterna letanía de la tele, con sus gritos de cajón inflado y ahora se ha ido.

En el mueble permanecen los adornos que hemos ido recopilando, a lo largo de todo este tiempo compartido juntos. Pinceladas de la memoria, que, por más que se empeñe, no consiguen rescatar una historia de amor hilada.

Miro el espejo  que hay encima del sofá y me devuelve el reflejo del techo frío y opaco de la desidia, de este domingo sin tele, de este domingo sin él. Toda la habitación se abandona al desamor, queriendo compartir conmigo la miseria de esta tarde de otoño anochecida.

Parece que él ocupaba un espacio importante en la casa, que ahora no soy capaz de rellenar, porque la ausencia lo invade todo y este silencio se me pega a la piel, sin que pueda hacer nada por sacudirlo fuera.

Siento la casa como un gran engranaje pesado, que chirría ante la falta de su presencia y lo impregna todo de un quejido de herida abierta, que sólo él pueda acallar, volviendo a cubrir el espacio que le pertenece, que la casa por derecho le otorga.

Su presencia conformaba un puzzle de piezas emparejadas, generando un paisaje con sentido y yo en este paisaje de ahora me pierdo, porque el frío de dentro sólo se destruye al abrigo del calor propio, el de la conciencia de una misma. 

 

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Ese calor que escondemos con capas de amor ajeno, alimentado con miedo y deseo. Fuegos fatuos que se producen ante el acto irresponsable de no saber estar solos/as.

 

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