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Aurel y las luces de los semáforos

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Aurel es un chico rumano. Cada día inicia su jornada en el semáforo de una calle cualquiera, junto al río. Cada vez que la luz roja detiene los coches, él empieza a desfilar entre la hilera de vehículos, con su bote blanco en la mano, sonriendo y emitiendo  sonidos guturales, apenas ininteligibles, para indicar a los/as conductores/as que está trabajando y que espera alguna moneda como retribución.

Su tiempo es el del semáforo. Cuando se pone en verde para los coches, él regresa, de nuevo, por mitad de la calzada, riendo, gesticulando y sintiéndose protagonista entre tanto coche.

Baja sonriendo, satisfecho de esa mini jornada que acaba de concluir con el cambio de luces  del semáforo. Ningún coche lo ha atropellado. Es como si todo estuviera sincronizado para que Aurel pueda lograr su cometido, que no es otro que estar y respirar en ese preciso instante, con la alegría de saberse ahí justo en ese momento.

Con cada destello verde él vuelve a caminar al punto de partida y espera paciente a que el semáforo vuelva a cambiar para empezar de nuevo. Vuelve  a subir y a bajar, a reír y a hacer lo que hay que hacer, sin agobios, sin sufrimientos. Sólo ese momento de cambio de luces y la concentración en cada coche detenido para él. Y así un día tras otro, con tesón, con lluvia, con frío o calor.

Cuando espero el semáforo y lo observo me pregunto por qué la mayoría no somos capaces de entender las luces como él  las entiende y vivimos siempre en la luz ámbar, a medio camino entre el rojo y el verde, a medio camino entre el pasado y el futuro. No nos fijamos en los coches detenidos, tan sólo vivimos ocupados en cruzar, en llegar al rojo y cambiar de acera, para terminar de nuevo en otro juego de luces que nos vuelva a poner nerviosos/as.

Aurel se levanta cada mañana. No sé desde donde viene,  sólo sé que cuando llega a su semáforo ese es su mundo, ese es su instante, esa es su misión y la realiza y festeja con conciencia, sabiéndose satisfecho y pleno, con el deber cumplido. Con la vida presente en su bote blanco, sin otro objetivo que llenarlo con la aportación de cada coche, en los segundos en los que el semáforo está en un color definido.

El ámbar le pasa desapercibido, porque está concentrado en el presente, en el rojo que existe, en el verde que existe y cada uno tiene su cometido y Aurel  lo entiende lo vive y lo respira.  No hay sufrimiento en su mirada, sólo risa. La risa de concluir lo que ha empezado una y otra vez, con claridad, con certeza y sin juicio.